¿Cuántas personas deben la vida a los antibióticos? Sin embargo, si alguien nos preguntase qué tres cosas nos llevaríamos a una isla desierta, ¿cuántos de nosotros incluiríamos un lote de antibióticos en la respuesta? Sospecho que muy pocos. En cambio, sin ellos la probabilidad de adquirir una grave infección en tal situación y pasar a mejor vida no deberíamos despreciarla. Esta observación pone de manifiesto lo asumida que tenemos en nuestra sociedad la disponibilidad de este tipo de medicamentos, llegándolos a considerar un elemento más de nuestra cotidianeidad.
A pesar de ello, lo cierto es que los antibióticos que manejamos hoy en día se encuentran en serio peligro. A un ritmo que empieza a resultar un tanto alarmante, están apareciendo en nuestro entorno bacterias patógenas que son resistentes a la mayoría de los antibióticos de uso clínico. El problema de la resistencia, tradicionalmente circunscrito al ámbito hospitalario, se está extendiendo cada vez más al comunitario. Este problema se ve agravado por el aumento de la población de edad avanzada, por el incremento de la prevalencia de la diabetes tipo 2 y por el creciente número de personas con un sistema inmune debilitado, dado que todos ellos tienen una mayor propensión a padecer infecciones.
Mientras tanto, el descubrimiento de nuevos antibióticos ha descendido en picado durante la pasada década. Con la excepción de linezolida (de Pfizer) y de daptomicina (de Cubist, aunque el desarrollo original es de Lilly), dos antibióticos de espectro limitado, desde el año 1963 no han aparecido en el mercado nuevas clases estructurales de antibióticos. Tan sólo cuatro clases (penicilinas, cefalosporinas, macrólidos y quinolonas) suponen el 80 por ciento del mercado, tanto en facturación como en prescripciones. Un mercado muy penetrado por genéricos, que crece a un ritmo promedio de tan solo el 5 por ciento y que totaliza unos 25.000 millones de dólares a nivel mundial.
El notable descenso de la inversión en el desarrollo de nuevos antibacterianos puede atribuirse a diversos factores. En general, hay una escasez generalizada en los pipelines de las compañías. Asimismo el crecimiento imparable de los costes de desarrollo clínico reduce las expectativas de retorno de las inversiones. En particular, los tratamientos suelen ser de corta duración, lo que unido a que los ciclos de vida de los antibióticos se han vuelto excesivamente cortos, hace poco menos que imposible situar uno de estos productos en la categoría de blockbuster. Precisamente para evitar en lo posible el problema de las resistencias, la reserva de uso y la rotación que se aplican a menudo a estos fármacos no hacen sino limitar aún más las posibilidades de rentabilizar el capital invertido.
De este modo, en la actualidad tan sólo seis de las grandes compañías farmacéuticas son activas en investigación de antibacterianos, en comparación con 18 compañías a comienzos de la pasada década. Podríamos pensar que tal vez las empresas que operan en el campo de la biotecnología compensen esta situación. Pero desgraciadamente no es así. Actualmente sólo hay una decena de productos antibacterianos en las fases más tardías de la investigación de estas compañías y de ellos ocho tienen su origen en las grandes compañías.
Por todo ello, cabe concluir que el sector privado por sí solo no es suficiente para dar respuesta a la urgente necesidad de desarrollar nuevos antibióticos que sean capaces de combatir de forma segura y eficaz los microorganismos resistentes a las terapias actuales. Es preciso introducir medidas que consigan corregir cuanto antes la situación descrita. De otro modo la salud pública se verá expuesta cada vez más a un serio peligro.
A nuestro juicio los gobiernos deberían tomar conciencia del grave problema y actuar tanto a escala nacional como supranacional. Cabría, por ejemplo, revisar y replantear en este caso el alcance y la duración de las patentes. ¿Por qué han de ser iguales para todos los productos? Se deben asimismo revisar las exigencias y los procedimientos de registro, introduciendo incentivos y facilidades. Un uso clínico restringido podría ser compensado con la autorización de un precio de venta superior. En Estados Unidos incluso se ha llegado a proponer que a quien desarrolle y obtenga la aprobación de un nuevo antibiótico que sea prioritario de acuerdo con una comisión gubernamental, se le permitirá extender el período de exclusividad de otro medicamento de su cartera. Ideas no faltan. ¿Y voluntad?
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