Costes crecientes de desarrollo de nuevos fármacos, descenso del número de nuevas moléculas comercializadas, entorno legal más exigente, competencia de genéricos, medidas de contención del gasto farmacéutico, etc. ¿Puede volverse peor la situación para la industria farmacéutica innovadora? A juzgar por el reciente veredicto de un tribunal de Boston, la respuesta es afirmativa.
La historia es la siguiente. En 1981 Lilly registra la patente de Evista, un producto para la osteoporosis. En 1985 registra la patente de Xigris, que se utiliza para la sepsis grave. Ambos productos actúan interfiriendo la acción de una proteína, el NF-kB (factor nuclear kappa beta), que regula diversos genes y que está relacionada con distintas enfermedades.
A mediados de los años 80, tres equipos de investigadores de sendas instituciones de prestigio (Harvard, el MIT y el Instituto Whitehead) descubren el papel del NF-kB y solicitan la patente. Ariad, una pequeña compañía de biotecnología fundada en 1991 en Cambridge, Massachussets, adquiere la licencia en exclusiva para la patente de la NF-kB. La patente se concede en 2002 e inmediatamente después Ariad interpone una demanda contra Lilly por violación de la misma. Hace unos días un tribunal de Boston falla a favor de Ariad y condena a Lilly a pagar más de 65 millones de dólares y el 2,3% de las ventas pasadas y futuras de sus dos productos hasta el fin de la patente en 2019 (la venta mundial de ambos productos supone alrededor de 1.300 millones de dólares).
Lo primero que sorprende en este caso es que el jurado haya resuelto en contra de quien primero obtuvo las patentes. ¿Cómo se puede explicar que una patente que se concede en 2002 se anteponga a (y se beneficie de) patentes otorgadas a principios de los 80? Es más, ello hace cuestionarse la validez de la patente de Ariad.
En la investigación de nuevos medicamentos a veces puede ocurrir que se descubra la actividad farmacológica de una determinada sustancia sin que se conozca necesariamente su mecanismo de acción. Sin embargo, ello no es óbice para que eventualmente pueda patentarse. Si posteriormente alguien descubre el mecanismo por el cual actúa el fármaco, ¿deberían pagar royalties los comercializadores de productos que actúen a través de dicho mecanismo? Más aún, ¿qué ocurriría si posteriormente se comprobara que el mecanismo descrito no es el correcto y que la cosa funciona de otro modo distinto?
La patente de Ariad describe un proceso que tiene lugar de forma natural en el organismo, así como una docena de maneras de bloquear éste en varios tipos de células. ¿Puede patentarse un proceso que ocurre de modo natural? ¿Se puede llamar a eso innovación? Lo realmente innovador es desarrollar aplicaciones terapéuticas que actúen de un modo u otro sobre el mecanismo natural. Y es eso lo que debemos proteger y fomentar. Conocer la biología es importante, pero aún lo es más el desarrollar tratamientos eficaces.
La protección de procesos biológicos mediante patentes puede resultar en una pérdida de interés por la investigación de medicamentos que actúen en dichos procesos. Ello podría llevar a un retroceso en el desarrollo de nuevos fármacos. La investigación farmacológica discurriría por algo similar a un campo de minas: de pronto un investigador podría estar violando una patente, sin saberlo. Los proyectos se volverían mucho más prolijos y burocratizados. En aras al progreso farmacológico no nos lo podemos permitir.
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