¿Quién no ha soñado alguna vez con poder tomar una pastilla que le devuelva a su peso ideal? ¿O que le permita recuperar el cabello perdido? ¿O que le garantice una juventud permanente a lo Dorian Gray? Y, por supuesto, con total seguridad. Para los seres humanos se trata de aspiraciones naturales, comunes a cualquier época y cultura. Si alguna vez logramos colmar estos deseos, inmediatamente los reemplazaremos con la demanda de fármacos que nos permitan, por ejemplo, volvernos invisibles a voluntad, volar a la velocidad de la luz o caminar sobre las aguas. Podríamos crear una nueva categoría de fármacos superventas: los megablockbusters.
Pero, dejémonos de ensoñaciones y volvamos a la realidad. Hay situaciones patológicas que suponen una clara amenaza para la vida. Por ejemplo, un tumor maligno. Otras que pueden constituir tan solo un factor de riesgo. Por ejemplo, una tensión arterial por encima de los valores normales. O que conlleve una seria molestia para quienes las padecen. Por ejemplo, una lumbalgia. Y hay otras situaciones, que aunque indeseadas, si conllevan alguna molestia, ésta es mínima y por otra parte no suponen riesgo alguno. Por ejemplo, la alopecia androgénica o la disfunción eréctil.
Las terapias que se han desarrollado y comercializado para las situaciones de este tercer caso son las que en la década de los 90 se agruparon de manera inapropiada bajo la denominación de medicamentos ‘de estilo de vida’ (o lifestyle drugs, según la terminología anglosajona). Esta terminología, creada y extendida por la prensa, se me antoja desafortunada, pues, de una parte, banaliza tanto las terapias como las indicaciones; y, de otra, no resulta adecuada para describir con propiedad y, por tanto, representar las diferentes situaciones que pueden tener como común denominador el ser poco molestas y de bajo o nulo riesgo.
Tal vez el hecho de que algunos de los fármacos de este grupo vayan destinados a tratar situaciones para las que existe una elevada demanda de soluciones en la sociedad, como son la alopecia y la obesidad, y que además llevan asociado un importante componente estético, ha determinado su amplia repercusión mediática y su progresiva banalización social. Algunas de las condiciones tratadas no se manifiestan de manera discreta, sino que se presentan con diferentes grados de intensidad o gravedad, como sucede con la obesidad, que a partir de cierto nivel se relaciona con enfermedad coronaria, hipertensión, diabetes e incluso con muerte súbita. Esto demuestra la dificultad de fijar una línea de separación entre medicamentos esenciales y medicamentos ‘de estilo de vida’.
En numerosas ocasiones, entidades públicas o privadas que aprueban la utilización de medicamentos o fijan las condiciones de cobertura de la prestación farmacéutica colocan a determinados productos la etiqueta de medicamento ‘de estilo de vida’ con la finalidad de justificar su rechazo a que sean utilizados o reembolsados. La pasada semana un tribunal de Berlín ha confirmado que Acomplia (rimonabant DCI), un producto de Sanofi-Aventis para la obesidad, es un medicamento ‘de estilo de vida’, justificando así su inclusión en una lista negativa de reembolso.
Se comprende que la sanidad imponga un límite a las prestaciones sanitarias y que fije prioridades en la asignación de recursos. En este caso, parece que lo razonable sería acotar la prestación en base a la gravedad de la condición tratada. Así, para un fármaco que haya demostrado ser seguro y eficaz en reducir el peso, puede ser sensato que un ligero exceso no tenga cobertura, pero no que no la tenga un grado importante de obesidad. Una cosa es valorar un fármaco en base a su efectividad y seguridad, y otra muy distinta es hacerlo guiándose por criterios mayormente economicistas, negando una terapia efectiva a ciudadanos que podrían obtener con ésta un enorme beneficio para su salud.
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