Hace algunos días he tenido la oportunidad de asistir a un acto organizado por el Colegio Oficial de Farmacéuticos de Barcelona con motivo de la comercialización de la impropiamente llamada “píldora del día después” o pdd (digo impropiamente porque píldora es según el diccionario de la RAE una “bolita que se hace mezclando un medicamento con un excipiente adecuado para ser administrado por vía oral”, y la forma galénica en la que se presenta este nuevo producto es la de comprimido). El objetivo de la reunión era informar a los farmacéuticos sobre las características de este nuevo medicamento y resolver las dudas que éstos pudieran tener. En su alocución introductoria, Joan Durán, Presidente del COF de Barcelona, propuso centrar el contenido del acto en los aspectos farmacológicos y rogó al público asistente evitar el debate de las cuestiones éticas. No obstante, muy acertadamente, no obvió tratar estas últimas en un próximo encuentro si se consideraba necesario. Explícitamente reconoció el derecho del farmacéutico a la objeción de conciencia, aunque advirtió que la ley está por encima de la conciencia del ciudadano. Más de uno podrá preguntarse si es necesario profundizar en el debate de la pdd.
Para empezar, en mi opinión deberíamos hablar de debates, en plural, y no de debate, en singular, pues al menos son tres las cuestiones en discusión. Uno, si se trata de un contraceptivo o de un contragestivo (o abortivo). Dos, si debe ser financiado por la administración sanitaria o no. Tres, si su adquisición debe requerir prescripción médica o puede dispensarse en la farmacia sin necesidad de receta.
Respecto a la primera disyuntiva, es difícil llegar a una conclusión, pues según manifestó en la reunión antes mencionada Francisca Martínez, ginecóloga del Instituto Dexeus de Barcelona y Presidenta de la Sociedad Española de Contracepción, los estudios clínicos publicados no demuestran el mecanismo de acción por el cual el levonorgestrel (principio activo de la pdd) ejerce su efecto. No se sabe si éste tiene lugar inhibiendo o retrasando la ovulación, impidiendo la unión del óvulo y del espermatozoide, evitando la implantación del embrión en el útero, o a través de cualquier otro mecanismo. En función de cuál pueda ser este mecanismo, el producto deberá ser llamado contraceptivo, si impide la formación del embrión, o contragestivo, si evita su implantación en el útero. Si nos atenemos a lo que se afirma en la información suministrada por el laboratorio que comercializa la pdd en nuestro país, el producto sería ambas cosas, pues “impide la ovulación inhibiendo el pico de LH” e “impide la implantación produciendo cambios endometriales y alteración del moco cervical”. Sea como fuere, lo que no parece demostrado es que la pdd no tenga un efecto abortivo, por lo que se comprende la reacción de los disconformes con esta práctica, en general, y de la Conferencia Episcopal, en particular. Para todo aquél a quien interese el tema, juzgo de sumo interés la lectura de las tres Tribunas de Gonzalo Herranz, Secretario del Comité de Ética de la OMC, publicadas en las últimas semanas en Diario Médico. Es especialmente interesante su reflexión sobre cómo ha variado el significado del término concepción.
Sobre la cuestión de la financiación, no parece estar del todo claro cuál ha sido el criterio de la administración. Tal vez haya influido el hecho de que de 14 países europeos, la pdd sólo está financiada en uno de ellos: Holanda. Por otra parte, la combinación de estrógeno y progestágeno que venía siendo utilizada hasta ahora con los mismos fines sí que es financiada. Aunque no se especifique en las indicaciones su uso como “contraceptivo de emergencia”, en la práctica se utiliza también para este propósito. Comparando la nueva alternativa con la tradicional, los estudios muestran una similar eficacia y una tolerancia más favorable para el nuevo tratamiento. No obstante, éste último tiene un coste varias veces superior. No debe causar extrañeza pues, que esta situación haya provocado las críticas de las portavoces de Sanidad del PSOE y de IU. Algunas voces juzgan la decisión de no financiar la pdd como puramente economicista y que pretende no contribuir al crecimiento del gasto farmacéutico. Otras en cambio opinan que es prioritario atender otras necesidades sanitarias, como por ejemplo reducir las listas de espera. Alcanzar un consenso en este punto va a ser también harto complicado. Ya hay dos gobiernos autonómicos (Andalucía y Madrid) que han decidido suministrar gratuitamente a quien lo necesite la pdd a través de los servicios públicos de urgencia y de atención hospitalaria. ¿Cuál será la próxima autonomía que se unirá a Andalucía y Madrid? ¿Canarias?
La necesidad de receta para su adquisición es otro de los temas polémicos. De nuevo, la situación en otros países puede haber ejercido alguna influencia. Solamente tres países de nuestro entorno no precisan receta: Francia, Portugal y Reino Unido. Incluso en Estados Unidos sólo el estado de Virginia no exige prescripción médica. El criterio de la necesidad de receta es claramente predominante.
Si en algún tema nos parece prioritario profundizar es en el de la cuestión ética. Especialmente médicos y farmacéuticos habrían de debatir a fondo este asunto y prepararse para ofrecer a los ciudadanos información objetiva y comprensible, que les permita tomar sus propias decisiones y actuar según su propia conciencia. Asimismo, es necesario invertir recursos en prevención, proporcionando a los jóvenes más información y formación sanitaria en temas tales como: formación sexual, métodos anticonceptivos, enfermedades de transmisión sexual, etcétera.
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